Pablo Orleans -04/12/2013- Y cuando a los 40 decidió tomar sus propias decisiones, no sabía que el destino le iba a jugar una mala pasada más adelante. Abandonó la miserable vida de obediencia y sumisión. Dejó de lado la religión con convicción y sin dudar, dando paso a su época más gloriosa, natural y creativa. Rompió con el pasado, no sin sufrir. No sin llorar. Pero se repuso, se levantó y se volvió apasionada, transgresora, libre. Optó por la igualdad y la integración, quizá con mentiras piadosas. Apostó por las medias agujereadas, los escotes atrevidos y el descontrol. Quizá abusó de las drogas y del sexo sin control, pero tras tanto desgaste no encontró otra opción. Ahora razonaba, discutía y respetaba. Y era respetada. Opinaba libremente sin miedo a los azotes, sin miedo a reprimendas ni garrotes. Tuvo altibajos, como los que conllevan todos los grandes cambios, pero se mantenía estable.
Y así, tiempo después, conforme la situación se hacía demasiado fácil, empezó a abusar de los malos hábitos. Las malas compañías, los malos consejos y un desastroso poder de autocontrol, le hizo perder -poco a poco y sin darse demasiada cuenta- el norte. Todo el norte que se había ido ganando, lo había terminado perdiendo. Su autoretrato, pintado hace poco con un lienzo fresco, se iba resquebrajando y envejeciendo, acumulando toneladas de polvo sobre sus espaldas y sobre los finos trazos que la acababan componiendo. Se volvió terca, avariciosa e irresponsable. Imprevisible, mala e inestable. El motivo que le llevó a la libertad soñada se desvaneció con parsimonia y pasividad, hasta hundirle en el más profundo y frío de los pozos. Acabó tocando fondo y cada uno de los poros de su cuerpo empezaba a disgustarse, a llorar, a rebelarse, a sufrir en silencio. Y volvió la sumisión. Y perdió la pasión de aquel amor por el que tanto había luchado. Y se dejó llevar, de nuevo. No dejó las drogas, jamás lo hizo, rizando más -si cabe- el rizo enredado. Descuidó su salud y perdió la educación, para siempre. Dejó de opinar libremente, forzosamente, hasta morir de inanición. Y ya en su lecho de muerte, tumbada como un juguete, como una marioneta inerte, se rindió ante el estrellado cielo azul de los billetes falsos y las falsas esperanzas.
España no despertó. Ni en su último aliento caliente alzó la voz. Ni por los recuerdos del pasado ni por ganas, ni por enfado. España no despertó. Ni aún valorando su lucha, ni por su gran cambio, ni por la gente que murió, que fue mucha. España no despertó, y lo que hubo conseguido en polvo se convirtió. En polvo lo convirtieron. La libertad terminó, los derechos se esfumaron y las obligaciones ascendieron poco a poco, hasta que aquella soga, en el precioso cuello español, acabó por quitarle todo. Aire, voz, aliento, salud, libertad. Pero lo que no cambiará será el camino trazado, marcado por el destino de unos hijos nefastos para unos nietos desheredados. Y cuando el coma termine, sin anestesia alguna. Cuando suframos (más) dolor y no sepamos la cura. Cuando el fuego del verano nos derrita ya las canas, sólo tendremos una cosa clara: Que España no despertó porque murió sin lucha, sin honor y sin cordura.
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