Pablo Orleans -16/12/2010- Para ellos el tren de la vida está en una de sus últimas paradas. En cualquier momento el señor de negro con la hoz a cuestas vendrá a recogerlos para hacerles 'descansar' para siempre. Están en una época del tiempo vital en la que todo pasa de forma pausada, sin sobresaltos, disfrutando de las mañanas soleadas, de las numerosas obras en la gran urbe, dando de comer a las innumerables palomas que se acercan hasta sus bancos para ser cebadas con una jugosa y calentita miga de pan. Son los mayores de las ciudades, los sabios de las grandes poblaciones. Personas que ya lo han vivido todo pero que, como joven aventurero, siguen sorprendiéndonos cada mañana con su peculiar manera de jugarse la vida, de buscar una última aventura que ponga su adrenalina a flor de piel.
Son los abuelos de ciudad, personas que, sabiéndose todos los secretos de las urbes, actúan conforme su instinto les indica, ajenos -en muchos de los casos- a su disminución evidente de reflejos. Pero para tozudo, borrico, terco, testarudo, empecinado, etc., etc., etc., los abuelillos. Ellos, que todo lo han vivido, que todo lo han sufrido, que todo lo han trabajado, que todo lo han podido y a lo que todo han sobrevivido, no se dejan aconsejar por nadie y siguen, cuan jovenzuelo alocado de la movida madrileña, apostando por su experiencia y su astucia para sobreponerse a los muchos obstáculos que se presentan en la ciudad.
Me centro en una señora entrada en años. Una señora que ya habrá conocido las ochenta primaveras sobradamente. Una señora más dentro de las miles que, en una ciudad cualquiera de un país cualquiera en un día de un invierno cualquiera, salen a la calle por la mañana bolsa de tela de la compra en mano, monedero a reventar de 'algo suelto' en bolso y pinturas de guerra en las mejillas. Pues estas señoras se preparan para enfrentarse a la guerra de la ciudad. Pues bien, esta señora, ágil donde las haya -a pesar de sus evidentes primaveras en cada pierna-, caminaba tranquilamente por una zona en obras de una ciudad española tal día como ayer. Yo, casualmente, me encontraba tras ella en esa misma zona llena de polvo, ruidos y, sobre todo, obstáculos de obra por todos los lados.
Y llegando a un paso de cebra se paraliza el tiempo y todo se mueve en cámara lenta. De repente, poco antes de llegar, a escasos metros del cruce con los vehículos de motor, el señorito de verde que anuncia vía libre para los viandantes empieza a parpadear. Mientras tanto, yo, intentando apresurarme para cruzar y dejar atrás los molestos ruidos de las obras y del tráfico, me emparejo con la susodicha de bolsa de la compra de tela en mano, monedero lleno en bolso y pinturas de guerra en mejillas asegurando que la iba a dejar atrás. Nada más lejos de la realidad. Yo, viendo que no quedaba tiempo, que los coches empezaban a soltar el embrague y a presionar el acelerador y que el atasco de metal empezaba su lento progreso, me paro y espero a que el monigote verde vuelva a aparecer en su posición de carrera. Por el contrario, la veterana señora, consciente del tiempo que le queda al semáforo, de los parpadeos que restan para que el señor tieso de rojo aparezca y conocedora de los minutos que faltan para cerrar las tiendas y acabar la compra, se agacha, baja la cabeza y comienza una meritoria carrera con el señor de rojo visible y los vehículos pisando las rayas del paso de cebra amarillo (paso de jirafa...). Fue un momento único, inigualable. Un momento equiparable a los de 'al filo de lo imposible' o 'el último superviviente'. Un momento en el que se me pusieron los pelos de punta como en el gol de Iniesta en la final del Mundial o como cuando Fermín Cacho recorrió esos últimos metros de gloria, confirmando con su mirada hacia atrás que era el más rápido de los 1500 metros de Barcelona 92. Único, indescriptible.
La señora acabó pasando con pitos de uno de los coches como telón de fondo y con las manos en la cabeza de la conductora como imagen para el recuerdo. Tras alcanzar con los dos pies la otra acera, como connochaetes que consigue llegar vivo a la otra orilla de un río infestado de cocodrilos, la señora ni miró hacia atrás y, ni mucho menos, se asustó. Era sabia, conocía perfectamente la ciudad y la situación, sabía lo que se hacía, sí, pero se la jugó. Mientras tanto yo, allí me quedé de pie, estupefacto, sonriendo al comprobar que aquella octogenaria había arriesgado más que yo, había sido más valiente, más rápida, más experimentada. Esa señora de nombre cualquiera, que estará a estas horas, probablemente, durmiendo plácidamente, me demostró algo que, por otra parte, ya sabía. Y es que más sabe el diablo por viejo, que por diablo.
Las personas mayores, enciclopedias andantes, historia viva, sabiduría de todo tipo. Su existencia durará lo que dure, como la mía, pero ellos siempre estarán, mañana tras mañana, buscando la aventura, el riesgo, subir la adrenalina. Se juegan la vida en cada paso, en cada esquina, sí, pero disfrutan.
Bien escrito chaval, hay que ver lo que te ha dado de sí. Yo de viejecito seré la leche seguro.sergio bercero
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