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EL REINO VIVO

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"Hace algún tiempo hubo un lugar, no muy lejos de aquí, donde la gente vivía feliz. Era una zona rural que, pese a los inconvenientes que sufrían a diario sus habitantes por culpa de las políticas centralistas que asfixiaban su futuro, había conseguido salir adelante. Un lugar con personas comprometidas con un estilo y una filosofía de vida en muchos casos incompatibles con lo que en aquel tiempo se creía normal. Y así les fue. Los gobernantes, ansiosos de poder y con aires de grandeza, empezaron a jugar a ser dioses. Amparados por grandes capitales y caciques de medio pelo con demasiado poder y mucha envidia, esos políticos sin más ambición que mantener su estatus a toda costa, comenzaron a romper la armonía de esta zona y la felicidad de sus gentes. A pesar de la continua amenaza de la construcción de un maldito pantano durante décadas, los habitantes de esta zona seguían contra todo pronóstico siendo felices y progresando año tras año. Fueron ejemplo de lucha, constancia y superación. La valentía de todas esas personas hizo que las amenazas quedaran sin argumento una y otra vez. El amor por su tierra y por su estilo de vida se mantuvo durante años. Pero un mal día, un día nefasto para la coherencia y la justicia, la construcción de aquel pantano se aprobó. Las terribles conminaciones y las pesadillas más inquietantes empezaron a tomar cuerpo. Siguieron luchando con la misma fuerza con la que habían empezado décadas antes. Hicieron lo imposible por mantener vivo su río, el Gállego, y proteger a toda la fauna y la flora que disfrutaba de un paraje extraordinario a los pies de los imponentes Mallos de Riglos. La Galliguera luchó con constancia y valor. Pero en aquel mundo de locos, de intereses y envidias que pisoteaban a muchos para beneficio de unos pocos, se perdió la última batalla. Se construyó el pantano y el luto tiñó de negro la felicidad de un lugar hasta entonces vivo. Muchos se vieron obligados a abandonar su pueblo, su hogar. Otros buscaron progresar en nefastas condiciones. Pero la vida en aquel lugar no fue la misma. La gente no reía y el ambiente era turbio como las aguas de aquel pantano contaminado de tristeza. Poco a poco, aquellos pueblos que resistían con decisión y buen hacer las políticas que premiaban el mundo urbano, se fueron apagando. Desde el maldito día, todas aquellas poblaciones fueron envejeciendo y perdiendo habitantes hasta que el último de todos ellos murió una fría noche de invierno. Aquel día murió el Reino de los Mallos. Aquel día lo mataron".

- Abuelo, esta historia no me gusta. Estoy muy triste por todas aquellas personas. 
- No te preocupes, hija mía. Esta historia no es real. Me la he inventado. Te voy a contar lo que de verdad ocurrió... ¿Quieres escucharla?

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Amanecía otro gran día de primavera. El sol se estaba asomando tras los inmensos Mallos de Riglos mientras el café gruñía al salir hirviendo de la cafetera. El olor al aroma de la moca yemení lo invadía todo y por el balcón se filtraban los piares de golondrinas, aviones comunes y vencejos al comenzar una nueva jornada de cortejo. Se lió un cigarrillo y se sentó en el sofá, café en mano, a disfrutar de aquella imagen. 

Murillo de Gállego descansaba bajo Peña Rueba con la quietud con la que despertaba cada mañana. El silencio de las calles venía acompañado únicamente de los pasos silenciosos de los hortelanos más ancianos que aprovechaban el frescor matutino de la primavera para afrontar el jadico con energía. De los poco más de ciento cincuenta vecinos de la localidad la mayoría vivían del río Gállego, mientras que sólo unos pocos conservaban todavía las viejas tradiciones de la agricultura y ganadería aragonesas como oficio. Las aguas bravas del principal afluente del río Ebro constituían desde hacía varias décadas el centro económico sostenible de esta pequeña localidad fronteriza entre las provincias de Huesca y Zaragoza.

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Imagen - Heraldo

Siguió allí sentado durante largo rato pensando en lo afortunado que era. Vivía en la naturaleza y de ella y para él no había ni sueldo ni ciudad que igualara todo aquello. No había nacido allí, pero sabía que aquel era su sitio. Como para tantos otros como él, aquel paraíso a pie de sierra le había ofrecido la oportunidad perfecta para ser feliz. Y lo era. Salió de casa despeinado y convencido de que aquel sería otro gran día de trabajo. Cientos de niños disfrutaban durante aquellos días de deporte, aventura y diversión. Las bravas aguas del río ofrecían infinidad de actividades de ocio para todas las edades y un ilimitado número de puestos de trabajo en la zona. 

Bajó por el empinado laberinto de calles de la localidad hasta la carretera, donde se encontraba la empresa para la que trabajaba. Las calles empezaban a desperezarse con señoras barriendo las minúsculas aceras empedradas y gatos escogiendo los rincones más aptos para un descanso al sol. La luz hubiera sido perfecta para una foto de postal, con los Mallos al fondo y el serpenteante río a sus pies. El aparcamiento estaba todavía vacío, pero lleno de compañeros dispuestos a hacer la jornada más llevadera. Un poleo menta en el bar y al tajo. La vida no podía ser más maravillosa.


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Se despertó temprano y comenzó la jornada como cada mañana: abriendo la verja de su negocio. Eran poco más de las nueve de la mañana cuando el sol que asomaba entre los Mallos le sorprendió regando las plantas que adornaban su terraza. Su bar era un lugar tranquilo y apartado del trajín de clientes dispuestos a gozar de una jornada especial. Cafés al punto de la mañana. Tintos de verano en el vermú. Bocadillos, raciones y menú a la hora de comer. Frescas cervezas a media tarde y de nuevo cenas. Ni un sólo día de descanso en plena temporada. Puro agobio en ocasiones con un toque cercano. Nada especial con un trato inmejorable.

Una vez listas las labores de chapa y pintura del local, se preparó un cortao con mimo y leyó la prensa regional. De nuevo, en portada, aquel maldito fantasma. La amenaza del pantano sobrevolaba de nuevo por la zona. "No hay mal que cien años dure" rezaba la columna de opinión de un vecino que trabajaba en el periódico. De momento eran ya tres las décadas en las que aquella inútil idea buscaba enterrar la vida de toda una tierra próspera. La presión de cuatro caciques con poder que buscaban plantar arroz en el desierto por temas puramente económicos había conseguido poner los nervios a flor de piel a los habitantes de aquel reino mágico y próspero. Eran demasiadas noches en vela y demasiados nudos en el estómago, pero no estaban dispuestos a reblar. Sería duro, pero conseguirían sobrevivir demostrando que el desarrollo sostenible podría a los poderes interesados. Cerró el diario con desdén y le echó el cierre a los ojos.

Las aves sobrevolaban la localidad en un canto coral digno de la mejor cara de la naturaleza y el sol le pegaba en el rostro reconfortándole el ánimo. Suspiró una vez. Repitió la acción una segunda vuelta. Abrió los ojos y a lo lejos vio llegar a su primer cliente.

José era un hombre octogenario curtido en el campo y con las fuerzas de un adolescente. Cada mañana, sobre las nueve y media, José acudía al bar a tomarse su carajillo y beberse su chupito de hierbas. Y cada jornada se repetía el mismo ritual coronado con una amplia sonrisa carente de dentadura. Bebió el café con gotas de anís de un trago y saboreó en pequeños sorbos el licor. Hizo una pausa y miró al camarero.

- Pedrito, que callado estás hoy.

Pedro se encogió de hombros y lo miró con una mueca triste. Alcanzó el periódico y se lo tendió doblado sobre la barra. José lo abrió y observó con detenimiento aquel titular.

- Panda de hijos de puta. Y que no se cansan los mamones. Pero tú tranquilo Pedrito, que aquí estamos para defender lo nuestro. Y lo nuestro es seguir haciendo las cosas bien, abriendo nuestros negocios y tirando palante.

José pagó y se fue. Poco a poco comenzaron a llegar más clientes. Habituales, mayoritariamente trabajadores, llenaron la terraza. El ambiente era como cualquier otro, animado, pero en aquella mañana con una nueva y conocida tensión. Volvían los fantasmas.

- Pedrito, ponme un poleo menta por favor.

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Juanjo despertó mucho antes que los demás. La vida de padre se había precipitado antes de lo que jamás hubiese imaginado, pero aquellos dos renacuajos le habían ofrecido otra perspectiva que no estaba dispuesto a desaprovechar. El resto de la familia dormía mientras él tendía en el balcón la colada. Tenía preparado el desayuno de los peques, que pronto comenzarían otro apasionante día de colegio en un pueblo, Ayerbe, a pocos kilómetros de ahí. El cielo azul moteado de despistadas nubes prometía un secado rápido para la ropa. Sonó el despertador de su chica, que todavía dormía antes de ir a trabajar al río. 

Imagen - Coordinadora Biscarrués - Mallos de Riglos
Tina fue la primera en amanecer por la cocina. Todavía bostezando le pidió a su padre un abrazo. Eran los mejores. Esos que olían a sábanas inocentes de noche. Apenas contaba con cuatro primaveras, pero era ya toda una mujercita. Poco después apareció Adri, vestido y lavado. Se repitió la escena de abrazo grupal y los tres comenzaron a desayunar. Era una de las muchas familias que habían llegado animados por la oportunidad de formar un hogar en un tranquilo lugar lleno de futuro. En realidad, su situación no era excepcional. En los últimos años, muchos niños como sus hijos habían nacido en un pueblo que muchos años antes casi no veía un bebé por sus calles. Y ahora eran decenas. Niñas y niños que habían sido el fruto de una oportunidad de crecimiento sostenible y sensato. 

El autobús escolar salía puntual mientras aquellos jóvenes padres lo despedían con una gran sonrisa. Momento de trabajar. Juanjo se despidió de la madre de sus hijos y se fue a abrir la tienda. Un artesano que dedicaba su tiempo a su gran pasión: la madera. Esculturas, utensilios de cocina, instrumentos, souvenirs y un sinfín de artilugios útiles y decorativos que exponía y vendía en su tienda del pueblo y en las numerosas ferias de artesanía de la provincia. No le iba mal. Vivir de la artesanía era un reto en aquellos tiempos, pero sabía que con mimo y trabajo conseguía salir adelante. Y así era. Se puso manos a la obra con una escultura que en su pie decía: PANTANO NO.


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Colgó el teléfono y cerró la agenda. Completo. Tenía todo completo. Las dos casas rurales que gestionaba y de las que era propietaria estarían llenas hasta finales de septiembre. Vertió el té en la taza, cogió el libro y se puso a leer al calor del sol de mediodía. Eran los últimos días de tranquilidad y quería aprovecharlos. Sabía que a partir de ese momento las jornadas serían eternas y el tiempo libre un lujo inalcanzable. Pero merecía la pena. Había ocupado el invierno en preparar aquella temporada, en poner a punto la segunda casa rural y en descansar. Todo estaba, de nuevo, completo. Suspiró y continuó la lectura mientras las verduras se cocinaban con calma. 

Su restaurante abría en una hora. Diez comensales por día. Ni uno más. Podía ser un grupo grande o cinco parejas. Poco le importaba. Pero sólo tenía comida para diez. Sin elección. Probablemente la comida casera preparada con más mimo de toda la zona. Un primero, un segundo y un postre. Alternativas para veganos, alérgicos, intolerantes y celíacos preparadas en el momento. Tenía género de sobra. Pero nunca aceptaba a más de diez comensales. Su plato estrella, el gazpacho, que ofrecía como aperitivo a sus clientes, se había hecho famoso entre los habituales. Y no lo cobraba. 

Tuvo que apartar el libro y se tocó la frente. Si estaba nerviosa no era por el inicio de aquella prometedora temporada, sino por la inoportuna amenaza de la construcción del pantano. Todo su esfuerzo, toda su dedicación, sus ahorros y su ilusión naufragarían junto a los lodos de un inútil charco que hundiría sus sueños y su futuro. La insistencia de unos personajes que por motivos no muy claros y con todo en contra se empecinaban en hacerlo realidad a costa de la vida de toda una zona, le estaba revolviendo el estómago. Y no lo entendía. El único reducto rural que había emergido del fantasma de la despoblación y prometía un futuro próspero, con puestos de trabajo y natalidad, se vería ahora ahogado por las negras aguas del Pantano de Biscarrués. Lloró en silencio durante unos minutos. Después se secó las lágrimas y se puso manos a la obra. Había mucho que hacer y mucho por lo que luchar.

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Tenía los nervios a flor de piel. No era la primera vez que iba a surcar las aguas del río Gállego, pero sí de aquella forma tan especial. Siempre le había llamado mucho la atención, pero jamás hubiera pensado que estaría a pocos días de hacer un descenso de aquella magnitud. Las nabatas estaban listas, con los troncos atados y esperando a que llegara el gran día. A pesar de ser un guía experto en el descenso de rafting o kayak, aquel modo tradicional de transporte de maderos desde el Pirineo hasta la capital aragonesa o incluso hasta el delta del Ebro le ponía el vello de punta. Revivir el oficio perdido de generaciones que se dedicaban a aquello y, de algún modo, homenajearlos era especial.


Se sentó en una roca, a orillas del Gállego. Miraba las aguas plateadas del río y pensaba en aquellos valientes que hacían ese largo trayecto con el sufrimiento y las penurias que pasaban. Las penurias que pasó su abuelo, nabatero que dedicó su vida a este oficio. Un trabajo duro como los de aquella época. No sólo por el descenso en sí. Ni siquiera por talar los maderos y hacer con ellos las nabatas. Sino porque eran días enteros bajando a tierras, para ellos, desconocidas, dejando en casa a sus familias. Y luego subían andando. Para él, aquello era lo más duro. Días o semanas volviendo a casa después de haber hecho un trabajo muy pesado.

Por este motivo, para él, la terrible amenaza de la construcción del pantano era una ofensa para la memoria de su abuelo. Todo lo que había sido su vida podía verse olvidado bajo un manto de fango y hormigón. Las aguas bravas de su río, al que tanto amó, podrían verse amansadas, embalsadas y atrapadas en una presa inútil que condenaría, no sólo el recuerdo de su abuelo y de tantos otros nabateros que vivieron del río, sino su presente, su futuro y el futuro de sus hijos. Iba a ser la primera vez que se subiera a una nabata para rememorar los sentimientos que vivía su abuelo, pero sabía que no sería la última, porque lucharía hasta el final por mantener el río Gállego bravo y libre como hasta entonces. Por su tierra. Por su pueblo. Por su río. Por la memoria de su abuelo.


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Se quitó el sudor de la frente y echó un trago de aquel botijo que había heredado de su abuelo. Quizá el mismo botijo con el que se refrescaba en verano su tatarabuelo dos siglos atrás. Quizá aquel maltrecho y desgastado botijo familiar fuese el único recuerdo que quedaba de su infancia. Con el huerto. Aquel huerto cuidado con mimo y al detalle sí que era un miembro célebre de aquella familia. Recordaba a su abuelo, cuando él era todavía un crío, trabajar aquella misma tierra con la dedicación que a día de hoy seguía dedicándole, ya de viejo. Cómo lo echaba de menos. Recordaba, sentado en una vieja silla de madera, las tardes cuando siendo todavía un zagal se acercaban los tres a darse vuelta por ese trozo de paraíso. Su padre había cogido ya las riendas mientras Marianico, que así se llamaba el abuelo, controlaba la situación apoyado en su bastón. Nunca jamás olvidaría aquellos momentos.

Campanario inundado. Embalse de Mediano - Juan R. Lascorz

Cuando quiso darse cuenta tenía los ojos cubiertos de lágrimas. Observaba el río bajar, a lo lejos, mientras su hijo terminaba de regar aquel pedazo de tierra tan agradecido. El sol se escondía ya tras el horizonte dejando una luz azulada como preludio de la oscuridad de la noche. Miró desde la distancia todo aquello. No sólo había sido su vida, sino la de toda su familia. La de sus vecinos. Y todo aquello podría desmoronarse de la noche a la mañana como un castillo de naipes. Como ocurrió con tantos otros proyectos devastadores para cientos de familias, la estupidez absoluta amenazaba de nuevo con otra injusticia más indicada en tiempos de cesarismo. Y sin embargo ahí estaba, contemplando con nerviosismo el puente de sangre que le unía a sus antepasados: su querida huerta.

Tiermas, Búbal, Lanuza, Ruesta, Mediano, Jánovas, Saqués, Lacort, Gerbe. Un sinfín de nombres que se le vinieron a la cabeza en aquel momento. Y los que su cabeza de 82 años habría olvidado. Sueños que se hundieron bajo las aguas de un oscuro pantano. Pueblos que naufragaron y que vivieron un tormento como el que no le dejaba dormir. Despertaba de madrugada y ya no era capaz de conciliar el sueño. Una pesadilla que no sólo expulsaría a sus hijos y nietos del pueblo, exterminando de un plumazo el empleo y la vida de una zona empeñada en sobrevivir, sino que acabaría con el último legado de su abuelo. El huerto en el que tantas horas había pasado quedaría sumergido. Lleno de fango. Lleno de injusticia y de incoherencia. Negó con la cabeza y se prometió que aquel no era el final. Su huerto no se hundiría sin luchar.


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Llegó el día. El triste día. Y amaneció sin ganas, con nubes de tormenta que presagiaban una larga jornada. El mundo, su mundo, amenazaba con irse a la mierda. La ilusión puesta durante décadas temblaba en los cimientos del lodo. El maldito lodo que cubriría, tras una injusta firma con nefastas consecuencias, el motor no sólo de todo un Reino, sino de toda una comunidad. El río despertó revuelto, más bravo que nunca. Los inmensos Mallos de Riglos se tiñeron de gris. Los truenos rugían con violencia y las calles permanecían vacías. Algunos buitres sobrevolaban las tierras, avistando su hogar desmoronarse en silencio.

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Imagen - Diario de un caminante

Las nubes empezaron a llorar. Un manto de lluvia cubría el horizonte y las noticias volaban por el intenso viento. Se había aprobado. La construcción del pantano tenía el visto bueno. Una triste realidad. El gentío se arremolinaba en torno al Ayuntamiento. Vecinos venidos de toda la zona aguantaban el temporal entre nerviosismo, rabia e incertidumbre. No era justo. Haber sobrevivido contra viento y marea y sin financiación pública a la larga crisis y seguir creciendo sin excusas y demasiado sudor de tantas familias no podía finalizar de aquel modo. Se combatiría con la verdad. Y la verdad era que aquello debía seguir vivo.

Se organizaron, se prepararon y afrontaron el enésimo reto de sus vidas. Unieron fuerzas como jamás se movilizó toda una comunidad. No existían los colores políticos, ni las rencillas eternas entre familias rivales. Un único canto comenzó a surgir en aquellas gentes. Las nubes se abrieron y dejaron paso al sol, que iluminó al Gállego y devolvió su espectacular tono rojizo a los Mallos de Riglos. No había ninguna duda de que la batalla sería intensa, pero entre todos, juntos y unidos, podrían derrotar a los decretos a golpe de firma teñida de fango. El Reino de los Mallos despertó al atardecer. Aquel sentimiento de miedo y duda se disipó al finalizar aquella reunión. Y la frustración se convirtió en compromiso. Los problemas, en esperanza. Y aquel día, cuando todo parecía perdido, la noche les regaló la luna más bonita del mundo, reflejada en el eterno y libre río Gállego. Bravo, sin presas. Como debía ser.

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Imagen - Coordinadora Biscarrués - Mallos de Riglos

Setenta mil almas gritando al unísono un mismo sentimiento: no al pantano. Setenta mil voces reclamando justicia y luchando por el mundo rural sostenible. El mundo de los olvidados. De aquellos que decidieron apostar por un modo de vida para muchos obsoleto, arcaico y sin oportunidades. Y se equivocaban. Aquel Reino maravilloso, lleno de vida y prosperidad se alzaba como adalid de otros lugares que tristemente habían sucumbido a la despoblación y el abandono. Un ejemplo de persistencia y trabajo que había optado por resistir con un modelo sostenible y eficaz. Estaban, una vez más, amenazados. Por la estupidez humana de romper algo tan valioso. Por la incoherencia de quienes creían estar por encima del bien y del mal. Por aquellos que quizá se pensaban en otra época, oscura, en la que se hacía y deshacía y había que callarse. Esta vez no. Claro que no. Aquellas setenta mil personas se dejaron la voz por la libertad.

El Reino de los Mallos estaba siendo atacado. Y las gentes que lo habitaban estaban defendiéndolo con garra. Se acababa el tiempo, había que actuar rápido. La justicia debía imponerse de una maldita vez. Sólo una vez. No se podían anegar esas tierras. No se podían hundir tantos sueños. El futuro estaba siendo atacado, poniendo en peligro y sin remedio todo lo que se había construido en torno al río Gállego. Huesca, Zaragoza, Madrid y España entera se enteró de aquella injusticia. El nombre del Reino de los Mallos llegó lejos. Voló alto. Gracias a todos aquellos que en su nombre lo defendieron, la construcción del inútil pantano llegó a oídos de medio mundo.

Los caciques de medio pelo y los politicuchos interesados hacían oídos sordos a una masa que crecía en pos del progreso. Seguían en sus trece. Los días pasaban y la presa de hormigón que embalsaría las tierras prósperas de la Galliguera se hacía presente. Una obra que cambiaba lo natural, la belleza y la vida por la despoblación, el abandono y lo artificial. Una obra que masacraba una actividad económica en crecimiento, por un inútil e inservible pantano que mataba una zona. Pero un puñado de votos de ignorantes e interesados mantenía a políticos cobardes a raya, a la deriva del deshonor.

Pero aquellas setenta mil almas seguían confiando. Confiaban en que los responsables dieran marcha atrás. Que triunfase la razón frente al golpe de talón. Los sentimientos frente a los votos. Que los habitantes del Reino de los Mallos pudieran dormir tranquilos de nuevo y que aquella pesadilla que aparecía desde hacía más de treinta años se quedase en un mal sueño. Y que la vida, le ganase la partida a la muerte.

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Despertó de improviso, con un estruendo inmenso que le puso el corazón en el pecho y lo sacó de la cama de un salto. El reloj marcaba las seis cuarenta y siete de la mañana de un sábado cualquiera. Aquello que parecían bombas iban acompañadas de risas y vítores, de modo que poco le costó comprender de qué se trataba aquello. Sus amigos y las tracas de petardos. Pocos minutos después, Riki estaba engalanado en una especie de disfraz compuesto de un bañador femenino verde con margaritas, un tutú rosa, unas medias de rejilla que terminaban en unos zapatos gigantes de payaso y una peluca multicolor a juego con unas inmensas gafas que le cubrían la cara hasta la barba. Demasiado sexy. Todavía no habían salido de la ciudad cuando sus colegas le taparon los ojos con una venda. Comenzaba la despedida.

Tras unos cuantos cientos de kilómetros y varias horas en carretera, aquel grupo aparcaba a mediodía en el parking de un lugar alejado de grandes urbes, contaminación y ruido pero lleno de vida. Cuando a Riki le quitaron por fin aquella maldita venda pudo observar los Mallos de Riglos en todo su esplendor. Los contempló conmovido durante varios minutos, antes de dedicarse a sus amigos, las cañas y el menú desde una terracita con vistas a aquellos colosos anaranjados. No podía empezar mejor.

Imagen - UR Pirineos

Después de comer comenzó la acción. En primer lugar, tras una breve siesta, una buena ración de Paintball en las venas. Los catorce corriendo y sudando por los campos, escondidos entre obstáculos y disfrutando como nunca de aquella actividad. Después era el turno para el rafting. El sudor se disolvió en las bravas aguas del Gállego que los llevó hasta un punto de conexión y disfrute pocas veces antes encontrado. Los Mallos los contemplaban desde lo alto y el río los abrazaba en sus aguas. Llegó la noche. El restaurante estaba perfecto. Lleno de autóctonos y turistas que preparaban otra noche más bajo un brillante manto de estrellas. La música comenzó y el alba los encontró en el último aliento de una noche perfecta. Los Mallos lo habían logrado. Poco después de alcanzar la cama, Riki se vio agarrado a un arnés en lo alto de un puente. Sus amigos le habían reservado lo fuerte para el último momento. Saltó al vacío. Volvió a hacerlo una vez más. Se habría pasado la tarde saltando.

Después de comer, antes de emprender el viaje de vuelta a la rutina, Riki escuchó los lamentos de una señora que hablaba de un pantano. Cuando se lo explicó no se lo podía creer. Debía ser una broma que todo aquello, aquel pequeño paraíso, podía quedar destruido por las aguas de un pantano. No daba crédito a que aquel paraje de ensueño en el que había disfrutado de su despedida de soltero pudiera derrumbarse por la imbecilidad humana. No era posible que aquel mundo se viera amenazado por cuatro caciques y otros tantos políticos sinvergüenzas que lo permitían. Antes de irse, Riki echó la vista hacia atrás. Los inmensos Mallos se despedían con su característico fuego del atardecer. Esperaba volver a verlos pronto, con el río Gállego libre bajo sus pies.

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