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lunes, 7 de febrero de 2011

Ballenas urbanas

Pablo Orleans -07/02/2011- Son mortíferos. Capaces de hacer enfermar a cualquiera, tanto física como psicológicamente. Callejean por las ciudades siendo una de las muchas preocupaciones que tienen los urbanitas que las habitan. Yo los aborrezco. Con sus altivos cuerpos pintados de rojo, ni los pequeños pero numerosos taxis de los zárágózánós de siempre, aquellos que juran en hebreo cagándose en la Virgen católica a la que tanto han adorado, tantas flores han entregado y tantas tortas han ofrecido pensando en lo bien que quedarían en su armario, cerca de los polvorones sobrantes de Navidad que aún están en octubre…, ni esos taxis, ni sus taxistas, pueden con ellos. Ellos mandan en las calles. Ellos son los jefes de la ciudad.
Sí, hablo de los autobuses urbanos. Testigos de numerosas y curiosas historias. Como he dicho antes, son capaces de hacer enfermar a cualquiera. ¿Por qué? Muy sencillo.
En primer lugar, estando a cuarenta y tres grados a la sombra en un verano en el que llevar la gota de sudor constantemente en la frente, nuca y axilas (sobacos de toda la vida) es lo habitual, los chóferes de las ballenas azules -en este caso rojas- de la ciudad, pensando (seguro) en el bien de todos, hacen lo siguiente. Una de dos. Blanco o negro. Yin o Yang. Frío o calor.

Nunca mejor dicho; frío o calor.
Entre la multitud y con la ola de aire subsahariano en pleno apogeo.
Tú, ciudadano sudoroso, que subes al bus ‘reventado’ debido al calor que hace, buscando eso sí, una temperatura agradable que te refresque, que te quite la continua gota de sudor de la frente, nuca y axilas -o por lo menos una de las tres- y que te renueve las fuerzas para volverte a enfrentar con la ola de calor subsahariana que anunció Roberto Brasero en ‘El Tiempo’, tienes que luchar, primero y hasta que llegas a una posición cómoda, con la señora del pelo de peluquería, con olor a laca que echa pa’ atrás; con el señor de bigote, que no se decide a pasar al otro lado del pasillo para no caerse; con la niña pequeña, preocupada en limpiar sus fosas nasales en medio del pasillo; con esos dos adolescentes, magreándose y metiéndose la lengua hasta zonas que no conocen ni los médicos; y con los continuos y bruscos movimientos del bus en el que vas, recibes además, la primera buena sensación de fresquillo del aire acondicionado que se convierte en aire gélido conforme pasan los minutos y que te obligan a llevar, como un raro y tres días después, un montón de pañuelos en el bolsillo (o bolso, en su defecto) y un resfriado de narices -nunca mejor dicho- que demuestra lo jodidamente débil que eres. Tú, español de pura cepa, que te creías muy macho, vas y caes en un resfriado con cuarenta y tres grados a la sombra…manda huevos.

Pero no todo queda ahí, porque también hay invierno. ¿Y qué pasa en invierno? Pues que hace frío. Y… ¿qué pasa cuando hace frío? Pues que todo el mundo va en autobús urbano. Y si todo el mundo va en bus urbano ¿tú qué haces? Pues también vas en autobús urbano, por no ser menos que los demás.
Pero es entonces cuando vuelven los problemas. Como hace frío, tú, ciudadano friolero donde los haya, te pones más capas que una cebolla. Que si la camiseta interior típica de tirantes, que si una camiseta de manga larga encima, que si una camiseta de manga corta encima de la de manga larga y de la interior, que si un jersey de punto, un poco recio encima de todo eso, que si un jersey de lana y cuello alto sobre toda esa ropa y, apurando un poco la cremallera, una cazadora de esquiar que abriga bastante. A todo esto, te das cuenta de que has olvidado quitarte el pijama. No importa, soy friolero y me tengo que proteger. Por supuesto tampoco olvidas la bufanda y los guantes. Vamos, que parece que te vas al polo a vivir entre esquimales. Aunque pensándolo bien, escuchaste el otro día que Roberto Brasero decía que venía un frente polar de los países nórdicos y había que protegerse.
Estos son tus rivales para subir rápido al bus. Concéntrate, pues los que parecen más débiles esconden su crueldad bajo una falda y un bolso que de inocente no tienen nada.
Haciendo caso al señor Roberto Brasero, sales a la calle y esperas al bus. Lleno hasta la puerta delantera, ahora la lucha es fuera. Como en el juego de las sillas, tú intentas ser el más rápido, colocarte bien y entrar primero, como si de eso dependiese tu corta existencia en este mundo. Y cuando lo consigues, después de haberte adelantado a la mujer pelirroja que gritaba “¡Se ha colado!”, al joven rapero de los cascos que escuchaba Manolo Escobar, y al señor calvo que ha pillado la puerta y ha sido arrastrado quince metros gritando “¡Para!¡para!” y nadie le hacia caso, cuando lo consigues y estás dentro, querrías morirte. Pasas, en cuestión de segundos, de tiritar a sudar como en verano, pues al chófer de turno no se le ha ocurrido mejor idea (pensando en todos) que poner la calefacción a tope. Y tú, allí, sin poderte mover y con los típicos sudores de verano, causados por las siete capas que llevas puestas, comienzas a buscar un hueco entre las ciento cincuenta personas que ocupan el bus para poder quitarte, por lo menos, la cazadora de esquiar o en su defecto, bajar en la próxima parada. Pero es imposible. La señora del abrigo de visón, que suda más que tú y que también huele a laca, la tienes echándote el aliento en la nuca mientras el señor de bigote que huele a Brummel te está rozando con su culo y se te mira mal, como si tú estuvieses para tonterías.
Al final sales del bus, sudando y con un cabreo de mil pares de cojones, pues estás a media hora andando de tu destino.

A los tres días, catarrazo. Los pañuelos vuelven, el Frenadol se convierte en tu mejor refresco y tú acabas odiando el transporte urbano.
Aunque, al fin y al cabo… ¿Qué puede sustituir a la alegría que te llevas cuando llevas -valga la redundancia- media hora esperando bajo la lluvia y el frío al bus y aparece repentinamente tras la esquina con su cartel al frente y lleno de gente?
Esa alegría no tiene precio.

       

1 comentario:

  1. Muy cierto amigo, debería haber alguna norma (si no penal por lo menos de cortesía) respecto a que la temperatura de comercios y centros de transporte no debe ser radicalmente opuesta a la del ambiente. Esos achicharramientos invernales que describes también son habituales al entrar en El Corte Inglés, por ejemplo.

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