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lunes, 7 de febrero de 2011

Días de lluvia

Pablo Orleans -06/02/2011- Hay días grises, días de esos en los que las nubes ocultan el astro rey y apagan la luz típica de un país mediterráneo como España a primera hora de la mañana. Días en los que el agua, en forma de lluvia, cubre toda la ciudad, ocupa todo el protagonismo y entristece las calles y a sus gentes. Son días de peligros, de suelos resbaladizos, de charcos traicioneros confabulados con conductores cabrones. Pero, si de peligros se trata, los días de lluvia son días de mosqueo monumental. No porque no haya sol o porque acabes 'farto' de agua hasta las cejas, sino porque como no te andes con ojo, además de 'farto' puedes acabar, precisamente, tuerto.

Los paraguas, indefensos paraguas, autores de más de una superstición y fieles compañeros de los seres inhumanos los días de aguacero, esas protecciones de tela y metal acabados, no en una, sino en numerosas puntas 'sacaojos', pueden convertirse en una fatal arma cuando una borrasca actúa sobre tu ciudad.

Pónganse en el papel. Tú, humilde ciudadano de a pie (literalmente hablando) comprometido con el cambio climático, que te has despertado escuchando la lluvia de fondo, que te has levantado, has abierto la persiana y el habitual fogonazo del sol no ha acudido a su cita en ese día tan especial (quizá la única alegría de días así...), que te has duchado (opcional), has desayunado (también opcional), que te has lavado los dientes (opcional), te has vestido y cerrado la puerta de casa tras de ti, ataviado con ropa de abrigo, chubasquero incluido y has avanzado hacia ese húmedo día que te espera. 

Sales del portal y lo primero que haces es colocarte, como bien puedes, ese maldito gorro sin cuerdas que cada vez que sopla el viento deja al descubierto tu lustrosa cabellera. Lo colocas de nuevo y al segundo vuela libre por la parte superior de tu espalda, esquivando tu mano que, con dificultad, logra atraparlo y volverlo a poner de nuevo en su lugar. Tras varios minutos de frenética lucha con el gorrito de los cojones, sigues por la calle, camino del trabajo, con la mano sobre tu cabeza (aguantando el dichoso gorro del maldito chubasquero rosa-azul-verde-blanco ochentero que te regalaron tus padres en tu último cumpleaños) intentando impedir lo que probablemente no tiene solución: te vas a mojar de lo lindo. Cansado de aguantar el gorrito y ya con el pelo chorreando agua por tu cara, lo sueltas al tiempo que sorteas a la multitud de paraguas que, refugiados por las fachadas y balcones de los edificios, caminan con doble protección secos y felices por la calle. En su mayoría ancianos varios y adultos preancianos, los propietarios de paraguas ni se inmutan cuando ven que tú, valleta andante de la movida madrileña, rebosas el liquido elemento por los cuatro costados y, sin protección de ningún tipo (el gorro campa libre por tu espalda, dancing and singing in the rain...), suplicas por un hueco en la larga hilera que se ha formado a lo largo de la avenida bajo la protección de los balcones, toldos, publicidades y edificios varios que la componen. Nada. Ni un gesto de amabilidad, la ley del más fuerte y si te saco un ojo, es tu culpa...hay que joderse. Porque esa es otra. Los malditos paraguas. Cuando vas chupido, asqueado del puto día de lluvia de los cojones, cuando varios coches te han empapado de pies a cabeza y vuelves a casa después de aguantar a más de uno que no te apetecería aguantar, no puedes bajar la guardia, pues la lluvia sigue y los sacaojos siguen amenazándote cada segundo, por la izquierda, por la derecha, de frente, por detrás...Y entonces, a punto de llegar a casa, doblando la esquina, zafándote del acoso de los paraguas y con la cara llena de liquido -mezcla de agua y sudor-, recuerdas que, ahora que no hay viento, el gorro puede ayudarte para este último trayecto placentero de la vuelta a casa. Es entonces cuando, en una milésima de segundo, tu tranquilidad vuelve a tornarse en agobio, tu paz es cabreo. El gorrito, que en la vuelta se había quedado tremendamente quieto en tu espalda, se fue llenando con la lluvia y, en ese momento, todo tú eres un clinex usado con unas ganas tremendas de llegar a casa, echarte a dormir y esperar que mañana el sol acuda a su cita con su fabuloso, extraordinario y placentero fogonazo mañanero. 

Imágenes | Camargotitlan | Noticiasdegipuzkoa.com
 

1 comentario:

  1. muy bueno... deberian escribir uno sobre los charcos, los zapatos mojados y llegar a la oficina con los pantalones mojados hasta las rodillas...y en la noche con tremendo mal olor en los pies...

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